Color piel

– ¿Me pasás ese color que está ahí?

Miro y hay un conjunto de lápices de colores. Miro lo que está pintando a ver si adivino cuál será, pero por supuesto que no tengo idea. Agarro cualquiera y le pregunto si le sirve. Segurísima de su elección, me responde: «quiero el color piel».

Se me cayeron mandíbula, ánimo y buen humor, todos juntos, al piso y se me transformó la cara. Lo se porque la niña me quedó mirando.

Por suerte pude respirar profundo antes de contestarle el color de la piel de quién es que quería. Confusión.

Le di el mismo discurso que repetí hasta el cansansio a mis alumnos de primer año de escuela (y a cuaquiera que se me cruce). Porque éste era un asunto inevitable todísimos los años: escuchar a uno decir: «Fulanito, ¿me prestás color piel?» Y que encima el otro respondiera automáticamente con un rosadito claro.

En clase, la cosa pasaba por hacerles ver sus diferencias. Nombrar  los colores de todas las pieles de la clase, la mía incluida por supuesto. Hacer el ejercicio de pintar al compañero parecido a como se ve, lo veo; pintarnos con los colores que nos vemos la piel, los ojos, las pecas, los lentes, los dientes.

Con mis hijas, además todo eso tengo la oportunidad de desempolvar la historia, hablar sobre cómo nos vemos diferentes siendo la misma familia. Y digo desempolvar porque está tapada por la que debe ser la montaña de nada más grande del mundo. Se poco y nada de mi pasado.

Otra cosa que este rol vino a interpelar: el lugar del pasado propio. Por ahora, agradezco que Maite tiene 5 años y aún puedo desviar su curiosidad hacia varios lados porque todo le interesa. Miramos juntas las fotos de mis abuelas y abuelos, mis tías y tíos, tantos que no están y que ellas conocerán solo a través de mis historias.

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