Como vos digas

Diciembre, cansancio y tanto para hacer. Típico.

Momento del año en el que no suelo tener buenas ideas porque la mente ya vivió el fin de año emocional de terminar las clases y no da para más nada. Por lo general, si se me ocurre innovar, meto la pata. Así que por lo general, ando en automático. Es la manera más fácil de descansar, que no haya sorpresas y las cosas vitales funcionen como de memoria.

Pero oooooobviamente basta con decirme a mi misma «no cambies nada» que voy y hago algo distinto. Pero salió bien.

En el agotamiento de la movida del mediodía, que hambre, que quieren jugar igual, que empiezan las negociaciones para prender la tele de tarde (qué tan tarde) mientras cocino, lavo, pienso en las comidas próximas y calculo que más podré hacer en el día. Como han estado ya sin clases con lluvia torrencial, dieron vuelta la casa. Y cuando digo «dieron vuelta» no se imaginen que es muy figurado el lenguaje. Hay cosas que literalmente dejaron de cabeza.

La hermana mayor está en un viaje artístico importante, así que dedica horas de su vida a cortar papeles, cintas y dibujos y armar collages. Imaginen el tiradero de papelitos por todos lados. Y la hermana menor se divierte repartiéndolos por la casa.

Llega la hora de poner la mesa. Les aviso porque suelen colaborar y les gusta. Maite, enfrentada a juntar todo ese relajo de la mesa del comedor, mueve dos cositas de lugar y me pregunta: «¿ya está?» buscando mi aprobación cansada que implica que limpiaré sin su ayuda.

En vez que comenzar la conversación de siempre en el tono «pero no juntaste nada, mirá que relajo» y «ay mamá estoy cansada», acá metí el cambio. Le pasé toda la responsabilidad del resultado de sus acciones a ella, dejando de lado mi objetivo previo que era que quedara todo listo para comer.

«Si a vos te parece que así está para poner la mesa y comer, está. Confío en tu criterio». Congelada quedó. Por el rabillo del ojo la sentí empezar a girar despacito para mirar la mesa. Por supuesto que todas sabíamo que no era suficiente lo que había limpiado. Lo supo. Limpió un poco más.

«¿Y ahora?» retrucó. «Si decís que está bien para comer, está», le repetí. Misma respuesta. Se quedó mirando la mesa, y fue despacito haciendo lo que debía. La comida estaba empezando a enfriarse pero mirá si la iba a frenar.

Me dediqué a acomodar a la otra niña, y la ayudé un poco sin que me lo pidiera. No se quejó, no lloró para no limpiar, no me gritó «pero lo voy a seguir usando». Cada un ratito paraba y miraba la mesa, y seguía.

Con la mesa más limpia que siempre, se sintió satisfecha. «Listo mamá, así si podemos comer.» Se me infló el pecho.

Resulta que hacerla responsable del resultado de lo que hace, sin enojarme, realmente fue un cambio en la dinámica del mediodía. Claro que voy a intentar seguir por acá.

¿Han probado? Soy toda ojotes para leer sus recomendaciones.

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